Salim Efendi Deaibes, en una noche lluviosa de Beirut, meditaba sobre la base de Sócrates: "Conócete a ti mismo".
-Sí -decía-, esta es la llave y la base de todo el saber. Necesito conocerme a mi mismo. -Y levantándose, se paró frente a un enorme espejo y, después de contemplarse largamente, comenzó a enumerar sus características:
-Soy de baja estatura. Así eran Napoleón y Víctor Hugo.
-Tengo la frente estrecha. Así era la de Sócrates y Spinoza.
-Soy calvo. Así era Shakespeare.
-Tengo una nariz grande y aguileña. Así era la de Savonarola y Voltaire y George Washington.
-Tengo los ojos melancólicos. Así eran los de Pablo el Apóstol y Nietzsche.
-Tengo los labios gruesos. Así eran los de Aníbal y Marco Antonio.
Después de enumerar decenas de características semejantes, Salim concluyó:
-Es mi personalidad. Es mi verdad. Soy un conjunto de cualidades que distinguieron a los grandes hombres desde el comienzo de la Historia. ¿Puede un hombre así dotado dejar de realizar algo grande en este mundo?
Una hora más tarde, nuestro héroe estaba durmiendo vestido, sobre la cama deshecha y sus ronquidos, más que la respiración de un ser humano, semejaban el ruido de un molino.